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Como la sombra de un ciempiés

Actualizado: 13 oct 2020

Cuando me levanté para irme escuché que entre dientes decían que me iba por gil. Igual no me importó. Me fui y me encerré. Me la pasé ganando músculo de tanta rabia, armando como un rompecabezas un cuerpo nuevo, juntando las piezas que podía rescatar, para volver otra. Casi un trabajo de arqueólogo. Porque en ese entonces los hubiera cagado a trompadas, pero yo siempre escuálida, blandita, flácida. Mi esquema de huesos se parecía más a los animales invertebrados, sin

forma, sin saber dónde termina ni empieza, dónde está la lengua, dónde los ojos… Y ahora que volvía con toda la furia no me reconocieron. Pasaron años, siglos, se les hizo carne esa esquina, la tenían tatuada, las calles habían sido bautizadas con sus nombres. Nunca pudieron salir, el barrio era ese humo denso del porro más eterno del mundo, se los comió la esquina donde repartían las migas, hasta lo que quedaba en el fondo de la bolsita de plástico. Todo. Eran buenos repartiendo, donde se daba uno, se daban todos. Me paré en la mitad de la calle, los miré fijo, les grite que acá estaba, que vinieran de a uno, o todos juntos, pero que había paliza para todos. Yo estaba tan distinta para ese entonces que no supieron quién les hablaba. Nunca supieron bien lo que había más allá de los escombros, de la noche, de la polvareda blanca. Y no vinieron, no les dio ganas a los cobardes, ese limbo que habían construido entre telarañas y hojas secas, era como una cadena de los presos de la

antigua Grecia, daban vueltas en círculos, atados de pies y manos —aunque los ojos eran los faroles de un auto en el medio de una ruta oscura. Sentí lástima, no sé si quise pegarles, ahora que lo pienso. Capaz solo quería que me vieran, pero fueron tan mocosos que no les dio para ver más allá de las pestañas quemadas por el encendedor. Ahora yo camino por la sombra, con mi batón negro a lunares. Mi piel blanca como porcelana lo encandila todo, como esos espejitos de los trajes de las

bailarinas de los corzos. Siempre tuve la fantasía de bailar alguna vez en los corsos populares de San Vicente, emplumada, hecha un pavo real, con los espejitos y esos flecos de seda hermosos de colores brillantes que bailan al compás de los tambores. Tampoco se me dio esa posibilidad, imaginate una marica como yo… la vergüenza que hubiera pasado ella, la dueña de las manos, ¡mamita mía! Manos que yo me podría haber llevado de ese barrio, bien lejos. Lo único santo a ser profanado en toda esa basura de mierda brillante eran sus manos. Robármelas, como las de Perón. Con las manos de mamá su colección envidiable de plantas estrujaba la cara de todas las viejas que pasaban por la vereda. Tenían el poder de hacer crecer en el clima más hostil de ese barrio hasta una orquídea. Para todas las especies había mano: las que tenían honguitos, las que se secaban, las que querían más espacio, las castigadas por hormigas y caracoles. Se pasaba horas cuidando el jardín. Los sábados se llenaba la cara de protector solar, porque mi piel de muñeca fue la mejor herencia que pudo darme, y con todos los bártulos salía al patio a pasar el día en su lugar preferido. En

primavera, cuando terminaba la tarde, en pura intimidad y silencio sepulcral, era yo la que ayudaba con la plantación de las alegrías del hogar que compraba para su cumpleaños o que recibía de regalo del día de la maestra. Una tormenta había tirado un viejo nogal, y ahí mismo, con lo que quedó de las ramas y tronco, armó un cantero para sus plantines. Esas mismas manos que con tanto cariño acariciaban las hojas de todas las plantas de ese patio fueron un sello en la cara de toda mi infancia. Dulces con las plantas, dulces en la cocina, pero conmigo una roca. Me sabía de memoria el

contorno de esas manos, calcadas. Reconocía lo suaves y lo ásperas que se volvían en un solo instante, frías como las de las momias. Con recelo me pasé miles de recreos espiando el amor de sus manos para una fila interminable de pendejas en la escuela. Pero con mi cara no, con mi cara se volvieron hostiles. A veces ni me miraba, donde yo estuviera la palma de su mano y mi rostro eran dos imanes, positivo-negativo, se buscaban entre sí por costumbre, por fuerza de atracción, se extrañaban. Y ahí el impacto.

Cuando ya me hice más grande la cosa fue mermando. Un día me fue a buscar a la esquina, cansada de los rumores de las viejas, las mismas que le envidiaban las plantas, que decían en la parroquia que yo era afeminado, que hacíamos cosas raras ahí en esa esquina, que nos drogábamos. Ellas creían ver al mismísimo diablo en nosotros, pero solo eran dos columnas gigantes del cableado eléctrico, que nos hacían de escondite para prender un prensado muy barato y escapar un rato de la tele y los videos juegos. Para ella, tan preocupada por el qué dirán, era difícil perdonar. Y se vino, con toda la furia, parecía que cabalgaba, le podía ver humo saliendo de la nariz y gritó mi nombre con tanta fuerza que retumbó en toda la manzana. Hasta el Cristo de la parroquia sintió el temblor. La vi venir, y la esperé. Nunca antes me sentí tan lista como ese día para cualquier cosa que se viniera. Si se desataba un tsunami, me esperaba un helicóptero para salvarme de lo peor. Me paré en el medio de las dos columnas, donde daba un poco la sombra porque el sol pegaba fuerte ese noviembre y supe que veía mi sombra como nunca antes la había visto. Me presenté ante ella como la Virgen María ante Lourdes. Sé que temió por su integridad física, pude oler la transpiración en sus manos, más conocidas que las mías propias.

Hace días tengo las manos frías y no hay forma de hacerlas entrar en calor y pienso en las manos de mamá. Entendí tarde porqué quería que yo me fuera de esa esquina, y creo que le hice caso. Ninguna de las dos pudo hacer ahí lo que esperaba hacer, pero al menos nos dimos el gusto. Ella demostrar que se hacía lo que ella decía, yo que la esquina era el trampolín para convertirme en la que soy. Para mostrarme.


@flore.baigorri



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