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DOS CARAS DE LA MISMA MONEDA

Estoy en sexto año de la secundaria, vivita y coleando. Jamás pensé que

sobreviviría a semejante carnicería adolescente, pero lo hice. Usé todos mis encantos

para pasar desapercibida doce años en el sistema escolar, y, con altas y bajas,

fracasos y victorias, puedo decir que lo logré. Ahora bien podría entrar al Mossad o a

la CIA sin entrenamiento previo. Sin embargo, aún debo pasar la prueba de fuego: la

despedida. Ese evento casi demoníaco que aglutina jóvenes borrachos con ansias de

desenfreno. Todo el curso insiste en que vaya, pasé años invicta sin pisar una sola

fiesta y ahora llegó el momento de divertirse un rato, de hacer estragos, eso dicen.

Sobre todo Vanesa, que hace tiempo desarrolla un plan de tortura para que salga de la

cueva, para que sea menos vampiro, un poco más como los otros, un poco más bicho

de este pozo. Y viene fracasando de manera sistemática. 

Exactamente un mes atrás, mientras caminábamos por las calles del pueblo,

en pleno acto veinticinco de mayo, Vanesa me preguntó si yo era virgen, un hielo me

corrió por la espalda al escuchar su pregunta sin anestesia. Cuando me recompuse

del frío que me había congelado los huesos, y luego de varios minutos de silencio,

ensayé una mentira, la repetí un par de veces en mi cabeza y cuando estaba a punto

de decirla, el cuerpo me engañó y asentí, incluso creo que dije sí, quedando en

ridículo, completamente indefensa, desnuda. Ella sonrío tanto que mostró de una sola

vez todos sus dientes percudidos y algunos huecos de muelas extraídas, parecía que

de los ojos le iban a salir diamantes de tanto que brillaban. Ajá, dijo mientras seguía

caminando al son de la marcha de San Lorenzo, a un paso más álgido, más a ritmo

con la fuerza de los tambores, casi saltando, abriendo las piernas, ventilando el caldo

que se le había hecho entre muslo y muslo. 

Para la despedida, los varones se visten con las polleras del uniforme de las

chicas, y las chicas con los pantalones del uniforme de los varones, ilustrando un

binarismo barroco corrido de siglo. A mí me da pudor ponerme la pollera, no es que no quiera, muero de las ganas, pero tengo miedo que en ese acto descubran algo

verdadero de mí y yo que vengo entrenada en agencias de inteligencia y espionaje, lo

último que quiero en esta tierra es ser descubierta, ser fotografiada in fraganti y así, mi identidad secreta se desmorone. Entro en crisis, mi mejor amiga, Fernanda, la Ferni, me dice que me presta la pollera, los riñones se me estrujan de solo pensarlo. El

sábado a la mañana te la llevo a tu casa, dice. 

Debato por horas en mi cabeza, evalúo los pros y contras de la situación. El sol

sale, los pájaros hacen sonidos parecidos al cansancio y los autos y motocicletas

comienzan a dejar las primeras marcas negras de sus gomas en el asfalto. Aún no he

decidido, tengo los ojos rojos, me arden. Miro la mesa de luz, veo una moneda de veinticinco centavos que está anaranjada por el amanecer. Si sale cara, voy, si sale

cruz, no. La lanzo por los aires, la atrapo con la mano derecha, la doy vuelta con la

izquierda. Ni cara, ni cruz, sale otra cosa: una orquídea, o algo parecido a una

orquídea, quizás es la flor nacional que decora la nueva tirada de monedas. Pienso

que es una señal a la que prestar atención y termino yendo a la despedida, pero de

pantalón, y así hago mi revolución, de hecho es lo más honesto que puedo hacer hoy.

A nadie le sorprende, quizás les es tan natural que yo esté como las chicas, que la

insubordinación a la regla de indumentaria pasa por alto. 

La fiesta es un encanto, bailo mucho, me divierto, hasta me atrevo a mojar los

labios con un poco de vino tinto y fernet. Pasan mucho cuarteto, mucha cumbia,

muchas de esas canciones cuyas letras son un calambre en el estómago, pero que te

hacen mover el culo de manera descomunal. Nos hacemos una foto el curso entero,

yo quedo en la fila de atrás, justo enfrente está Teo, el rugbier del curso, que

sutilmente apoya sus nalgas en mi bulto. El fotógrafo saca varias fotos en las que mis

compañerxs varían caras, se abrazan, sacan la lengua y dicen whisky. Teo y yo

salimos en todas igual, la misma pose, como si fuéramos parte de otra foto, de otro

escenario: dos estatuas de hielo prendiéndose fuego. Continúa la fiesta, largan el

cotillón: papel picado, gorritos de goma espuma, nieve loca y dale que va. Son las seis

de la mañana, Vanesa ofrece su casa para el after. Allí vamos, Teo, yo, Lucía,

Federico, y un par más. Ellxs toman alcohol como si no hubiera mañana, hablan,

divagan, yo lo miro fijo a Teo, que está con la camisa desprendida y tiene la pollera tan arriba que se le ve todo el boxer blanco casi transparente. Él con el rabillo de sus ojos oso pardo busca cual cazador furtivo mis ojos celestes como el mar. Esquivo su

mirada en un juego de seducción tan sutil que nadie nunca siquiera podría imaginar

que existió. Me hago la borracha pero estoy realmente de cara, totalmente sobria, una

monja en pantalones. Seguimos hablando, balbuceando, Federico saca la guitarra e

intenta entonar un par de temas como puede. Lucía y Joaquín chapan brutalmente,

parece que se van a comer de un bocado con la furia de sus lenguas. Santiago abre

un champagne, hacemos cuerpo a tierra cuando el corcho asesino se dispara por los

aires, luego sirve en varias copas de plástico y nos reparte volcando todo, muy

emocionado.

Voy al baño, bajo la tapa del inodoro y me quedo sentada ahí, inmóvil,

esperando que Teo tome la iniciativa y venga también. Luego de un par de minutos de

agonía, tres golpes suaves en la puerta anuncian su entrada, está completamente

borracho, me mira, se baja la pollera, saca su pija erecta y me pide que se la chupe,

se la chupo, nos besamos, rápido salimos del baño y me lleva a una de las

habitaciones que están vacías, nos tumbamos en una cama de dos plazas de ensueño y empezamos a besarnos, un beso muy suave, un beso de lenguas tímidas. Cada

tanto nos detenemos, sonreímos, y volvemos al ataque: jamás atacar fue tan contrario

a la definición de atacar. Sus manos posan en mi cintura, y las mías rodean su cuello.

De repente se aparta, me mira, entra en mí, yo lo dejo entrar, y así, desde el más allá,

le nace un llanto que no puede contener. Las compuertas se abren, el río rebalsa.

Acerco su cabeza a mi pecho, con una ternura incomprensible. Y llora aún más.

Nunca, ni siquiera los niños han llorado con tanto amor y tanto desgarro al mismo

tiempo. Llora que te llora. Mares y mares. Una lluvia torrencial. Tengo mi camisa

celeste completamente empapada, tibia. Es la primera vez que contengo a una bestia,

pienso. Y mientras admiro la belleza que aparece insospechada cuando Teo llora, lo

veo de a poco desvanecerse, y siento cada vez más su peso, y va soltando y soltando,

el sonido del llanto se aleja. La bestia ojos oso pardo se quedó dormida en mi pecho.

Con un beso en la frente corroboro que está ardiendo de fiebre. Vanesa entra. Nos ve

desnudos, él desmayado encima mío, y yo, acariciando su pelo. Lanza una carcajada

silenciosa, tan silenciosa que no podría despertar ni a las mariposas, se desnuda toda,

me mira, entra en mí, la dejo entrar y se tira de un impulso a la cama, el colchón

rebota. Ahora ella acaricia mi pelo largo. Meto mi mano de ardilla en su bombacha, se

la bajo, en un movimiento preciso pero suave escabullo mis dedos dentro de su

concha caliente. Gime, lleva mis manos a sus tetas, y gime aún más, yo también gimo.

El pene se me para, ella aprovecha la ocasión para montarme, se sube, me lo agarra

con fuerza y se lo acomoda hasta lo profundo de sus cavidades, y empieza a danzar

frenéticamente, hacia adelante, hacia atrás, hacia los costados, me besa, ella acaba,

yo aún no, así que sigue un rato más hasta que la desprendo para que el río tibio y

viscoso que brota, recorra mi panza. Quedamos exhaustas. Ella me mira, lo mira a

Teo, se ríe bajito. Yo sonrío. No usaste la pollera, me dice. No, contesto. No hacía

falta, susurra ella, casi al unísono con mi no.


@nicolas.giovanna



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